Un altísimo porcentaje de los dos o tres lectores de mi “Loa al 31 de diciembre” (publicada el 2 de enero pasado) me inundó de preguntas, consultas, reticencias, e incluso –debo admitirlo- de algún que otro comentario sarcástico… Así que, hija de mi tiempo como soy, no me queda más remedio que doblegarme al poder de los Big data y tratar de satisfacer esa masiva y “biensana” curiosidad vertida sobre mis tan cacareados propósitos para el nuevo año.
No voy a desvelar el contenido la lista que tanto esfuerzo y tantos desvelos me costó elaborar, sino que voy a hacer en su lugar algo más íntimo y más doloroso todavía, algo más necesario y, desde luego, más útil, como es confesar aquí (en la acogedora intimidad de esta secretísima página) la cruda realidad.
Decía yo muy “gallita” que, una vez finalizada mi exhaustiva reflexión de fin de año, iba a:
1) seleccionar los tres o cuatro objetivos fundamentales para el año nuevo;
2) especificar de forma detallada los hábitos que consideraba que debía a) eliminar, b) reducir, c) aumentar o d) incorporar en mi vida para alcanzarlos;
3) describir cómo iba a hacerlo y en qué momento y
4) escribirlo todo en un papel para tenerlo siempre presente y poder verificar si estaba llevando a cabo mi plan y qué resultado me estaba dando.
Y decía también que no me pidieran ustedes todavía que les enseñara el papel porque aún estaba reflexionando…
Y no eran excusas. La lista la pensé. La lista la escribí. La lista la consulté e intenté ponerla en práctica toda ella, hasta que fui consciente del error garrafal que había cometido.
Envalentonada por mi inconmensurable deseo de mejora y mi ensoberbecido anhelo de excelencia había pasado por alto el único propósito verdaderamente imprescindible, el requisito mínimo, la condición sin la cual no… Y paré motores, abandoné mis ambiciosas metas y rebajé el alcance de esa planificación anual de la que me sentía tan orgullosa. Sin entrar en detalles, confesaré que donde había dicho “pintaré la Capilla Sixtina” dije simplemente: “compraré un pincel”.
Y mi pincel se llama generar confianza; ser digna de mi propia confianza, comprometerme a que, cuando haga una promesa, cumpliré la palabra dada.
Así que eliminé todos los propósitos de mi lista, y me quedé solo con uno, modesto, modestísimo, casi inconfesable de pequeño…, pero que tiene el gran valor de que lo estoy cumpliendo y de que ser consciente de ello me llena de alegría y, lo que es más importante, de esperanza.
Un pequeño paso para mi lista, pero un gran paso para mi credibilidad, un objetivo diminuto pero que simboliza el propósito subyacente de no utilizar el verbo prometer en vano; de prometer poco, pero prometer bien. De ser de aquellos “tardos en prometer y raudos en cumplir”, que decía, con su aplomo y su sabiduría, mi siempre sabia y añorada madre.
Y todo lo demás, por añadidura.